sábado, 25 de marzo de 2017

Julián Ribera, La supresión de los exámenes (primera conferencia)


Los días 19 y 20 de abril de 1900, el ilustre arabista Julián Ribera pronunció dos conferencias en la espléndida y recientemente inaugurada Facultad de Medicina y Ciencias de la Universidad de Zaragoza. Consideramos de interés y actualidad su contenido.

ADVERTENCIA

Este trabajo, que doy a la estampa, forma parte de un estudio, más comprensivo y general, acerca de las instituciones de enseñanza en los pueblos de Europa (explicadas por sus orígenes), que hace muchos años emprendí. Los materiales están reunidos y los planos trazados; mas la construcción exigirá, para que resulte un poco cuidadosa, el transcurso de muchos meses. No puedo ir muy de prisa.

Pero el tiempo corre; el ministro de Instrucción pública está nombrado; éste, para librar a los gobiernos españoles del vocerío y tumulto de los que desean que en un periquete y a bragas enjutas venga una regeneración paradisíaca, tal vez se lance a trascendentales reformas, sin previo estudio y reflexión madura. Me temo que se hagan atolondradamente, para justificar la creación del nuevo ministerio, y se siga, como es costumbre en estos asuntos, la pauta de lo que se vea implantado en cualquier nación europea.

Esto me ha movido a desglosar un trozo de mi trabajo, y plantarlo en la calle, para dar la voz de alarma: ¿El régimen de los exámenes continúa siendo base de reformas? Aquí presento, pues, un informe acerca de lo que han sido, son y no podrán menos de ser siempre los exámenes.

Va en forma de conferencias, porque lo escribí para ser leído en sesión pública en el edificio de la Facultad de Medicina y Ciencias, los días 19 y 20 del Abril pasado.

Algunos amigos, con excelente intención que yo agradezco, me querían hacer entrar en escrúpulos, y hasta me aconsejaban que no lo publicase, porque, según dicen, expongo demasiado crudamente muchos horrores.

Yo no advierto tanto horror y tanta crudeza: sinceridad y buena fe; nada más. Ahora, si por hacer la anatomía en cuerpo vivo, éste se resiente un poco, mía no es la culpa: he tratado de llevar el bisturí sólo por la carne corrompida; he puesto todo mi cuidado en no herir las partes sanas; he querido operar fría y serenamente, para que la curación sea más rápida y segura.

JULIÁN RIBERA,
Zaragoza 1.º Mayo de 1900.

SEÑORES:

Huarte en su obra célebre Examen de ingenios se permitió la humorada de clasificarlos en dos órdenes: en ingenios caprichosos, es decir que son, como cabras, amigos de andar por los riscos, de subir alturas, de asomarse a grandes profundidades, de apartarse de los caminos trillados y llanuras, y de hacer poco caso de la compañía; y en ingenios oviles, los cuales, como las ovejas, no salen de las pisadas del manso, ni se atreven a caminar por desiertos y sin carril, sino por veredas muy holladas y llevando alguno delante.

A veces me he preguntado ¿de qué clase será mi ingenio, si es que tengo alguno? Y no dudo: en asuntos científicos siento instintiva aversión a dejarme guiar por los mansos; estoy muy alegre en aquellos sitios en que no se oye el esquilón que me invita a marchar tras de la recua; y aun disfruto más, cuando trepo a mis anchas por regiones vírgenes donde apenas se vean rastros de pisadas: me molestan extremadamente los barros sucios, o el polvo, que se forman en las transitadas carreteras.

Esto, como todo, tiene sus inconvenientes y sus ventajas: el inconveniente por ejemplo, de verse perdido en monte lejano y solitario, en noche fría y oscura, sin más remedio que aguantar la lluvia o la escarcha a la intemperie, sin el calorcillo grato que nos presta la amable compañía; el inconveniente de ir formando, sin darse cuenta, opiniones un poco montaraces y selváticas, que chocan a la gente más civilizada y culta que transcurre por lugares más poblados. Tiene no obstante la innegable ventaja (que para mí compensa todos los inconvenientes) de evitar toda rutina: siendo las impresiones muy variadas, siempre parecen nuevas; de este modo puédense estudiar mejor esos actos diarios acerca de los cuales el reflexionar es muy difícil, porque el hábito y la repetición nos hace perder hasta la conciencia de nuestras propias sensaciones.

Y esto he venido a decirlo, a propósito del asunto de que me he propuesto tratar: los exámenes.

Habiendo tenido que sufrir en mi carrera más de 35 exámenes parece natural que supiera ya, por entonces, lo que eran: yo me figuraba saberlo, pero no me había enterado: cuanto más me examinaba, menos conciencia tenía, y hacía menos reflexión. Sólo después de pasada aquella época, perdidos ya los recuerdos vivos, y habiéndome dejado llevar del impulso de mi ingenio caprichoso, es cuando me parece que comienzo a conocerlos. Tuve la curiosidad de investigar su origen: fui remontando los siglos, recorriendo las edades, traspasando las fronteras de los pueblos y viendo las transformaciones que han sufrido: así es como he podido enterarme algo mejor.

Antes de emprender ese viaje, profesaba la opinión corriente de que los exámenes eran prueba entera del saber, estímulo necesario para estudiar, formalidad moral y seria, garantía insustituible de capacidad para el ejercicio de las profesiones liberales; de aquella excursión caprichosa, he vuelto cambiado, he perdido ya la fe, no tengo devoción a los exámenes, ahora creo que es un ídolo, un fetiche, que el miedo, padre de todas las supersticiones, nos ha impuesto. Si he de hablar con la sinceridad que toda investigación científica demanda, los exámenes me parecen no sólo inútiles para el fin que se propusieron al instituirlos, sino perjudiciales, por los graves problemas de inmoralidad que encierran y la horrible corrupción que a toda la enseñanza traen.

Tal vez sean estas ocurrencias alucinaciones de mi espíritu, quizá extravíos de mi mente desorientada por el aislamiento y la soledad caprichosa; por eso vengo a confesar aquí, en alta voz, todas las debilidades que he tenido; deseo consultar con vosotros para que me desengañéis. En estas materias tengo aún la voluntad muy flexible: estoy siempre dispuesto a corregir mis opiniones, con sólo que se me demuestre que no pueden sustentarse sobre base firme y racional.

Para que veáis cómo se han formado, os contaré brevemente el proceso. Uno de los problemas que más preocupó a los geógrafos de los antiguos tiempos, griegos, romanos y árabes, fue el averiguar dónde se hallaban las fuentes del Nilo. Tratábanse de explicar cómo el Bajo Egipto, región de cielo siempre límpido y sereno, donde en muy escasos días se divisa alguna nube solitaria sobre el horizonte,es atravesado por un río que inunda leguas enteras de aguas sucias y cenagosas. Todas las expediciones y viajes que, remontando el cauce de este río, se llevaron a efecto, para averiguar su nacimiento, fueron infructuosas: llegóse a una llanura baja y extensísima donde se perdían los rastro de toda afluencia. La humanidad ha tardado mucho tiempo para resolver ese problema, que había de esclarecer el fenómeno.

Cosa parecida ocurre con los exámenes: éstos han ido inundando, durante muchos siglos, las escuelas de casi todas las naciones. Se ha querido investigar de dónde proceden; los exploradores han podido llegar hasta el siglo XIII, en el que se han encontrado con extensa llanura, donde se pierdan todas las afluencias.

Movido del afán caprichoso de seguir remontando la corriente, he tenido la fortuna de encontrar, no sólo los diversos canales y conductos, sino la propia fuente primitiva: hasta el primer examen.
De este modo no es difícil formarse idea más exacta de los exámenes. Si hubiera de referir, a la menuda, todo lo curioso que he visto en mi excursión, emplearíamos varias sesiones y muy largas; y sólo me he propuesto en estas dos (hoy y mañana) exponer las observaciones más fructuosas, el resultado útil de la investigación. Y eso con rapidez, pues fío en la inteligencia clara de todos vosotros. Además la materia no tiene profundas oscuridades, todo aparece en la misma superficie.

A oídos del monarca de un grande imperio oriental llegó el rumor del pueblo denunciando un hecho escandaloso: un desvergonzado curandero mató, por ineptitud suya manifiesta, a un enfermo. El monarca quiso impedir que de allí en adelante ocurrieran tales casos, y dispuso que nadie ejerciese la medicina, sin que probase ante el médico mayor de cámara la suficiencia científica. Es decir, quiso tener una garantía oficial de que los que curaban a sus vasallos, eran médicos de estudio, y no curanderos ruines e improvisados.

Desde entonces, en vez de encomendarse al examen popular y libre, habían de someterse a la prueba ante el médico de cámara: sin ese requisito previo, necesario para expedir la licencia, estaba prohibido el ejercicio del arte de la medicina.

Así nació el examen oficial.

El deseo, no podía ser más justificado; la idea, a primera vista, no parece mala: sin embargo, los efectos que produjo en la enseñanza esta ocurrencia, nos denunciarán bien claramente la vanidad del invento. Al pronto no se notaron; pero la lentitud no ha impedido que fueran graves y profundos.

Parece mentira: vino a cambiar, por completo el rumbo de la instrucción. El examen que ideó aquel monarca como medio de prueba, convirtióse desde luego en fin en el ánimo de los que estudiaban; porque tuvieron que atender en primer término a ponerse en condiciones de contestar a lo que el examinador exigiera, relegando a término secundario el adquirir la habilidad práctica de la profesión; la medida del trabajo fue la exigencia del examinador; las escuelas se llenaron de manualetes para el examen de los médicos; y la enseñanza comenzó a transformarse en esa dirección.

Una vez la licencia obtenida, encontráronse los más con la clientela asegurada, pues faltó la ruda competencia de los tiempos anteriores. ¿Para qué estudiar más?; a ejercer desde luego, aunque ninguna práctica tuviesen del ejercicio de la profesión.

En estas condiciones llegó el examen a Europa, con tal fuerza de contagio, que se extendió a todas las carreras; pues si era bueno para la medicina, había de ser bueno también para las otras profesiones; de las universidades pasó a las escuelas más modestas; de los grados, a las asignaturas; y se ha hecho corriente y general en casi todos los órdenes de la administración pública, el requisito previo del examen o de la oposición, que es un examen comparativo.

Hoy puede todo el mundo comprobar por sí mismo, y ver con sus propios ojos, los efectos del examen:

1.º El discípulo, en la inmensa mayoría de los casos, en vez de acudir al establecimiento de más fama, se contenta con el más cercano y más barato.

2.º En vez de acudir al maestro que más le enseñe, va al profesor más condescendiente y flojo: al que exija menos materia, tiempo y esfuerzo.

Es decir, todo lo contrario de lo que antes sucedía; y esto por virtud de esta ley psicológica: el hombre va por el camino que cree más corto, para el logro de sus deseos. Pero se me dirá: ¿antes de instituirse los exámenes, no estaba vigente esa ley? ¿No buscaban los alumnos el menor esfuerzo posible?

Sí, señor: la voluntad de un monarca no tiene virtud para cambiar las leyes de la naturaleza: la ley no ha cambiado; sin embargo, sus efectos son diametralmente opuestos.

Me explicaré.

Si cojo con la mano una piedra, la levanto en el aire y la suelto después, la piedra, obedeciendo a la fuerza de gravitación, irá hacia abajo, caerá en el suelo; pero si ato esa misma piedra a un globo aerostático dispuesto para elevarse, en vez de bajar esa piedra hacia el suelo, remontará los aires en opuesta dirección. En este segundo caso, el impulso que le arrastra hacia arriba, es precisamente la misma fuerza de gravitación,. que antes le hacía ir hacia abajo. Es decir que las distintas condiciones de cada caso, pueden explicar esas aparentes antinomias de los efectos de la ley.

Antes de que existieran los exámenes oficiales, no eran los hombres tan mentecatos que entregaran la vida o la honra a un cualquiera que pretendiese ser su médico o su abogado, no; el pueblo hacía su examen; claro es que no examinaba a los médicos haciéndoles preguntitas contenidas en los manualetes de su arte, v. gr., la definición de la diabetes sacarina; sino que presenciaba las operaciones, las curas; enterábase de los resultados prácticos de su ejercicio. La mayoría de los que aspiraban a ser médicos, en vez de estudiar los manualetes técnicos, acudían a estudiar y a ejercitarse dirigidos por otros médicos; pero no con los de escasa clientela y los que no supieran explicarse, porque de ese modo se eternizaban acompañando a sus maestros, sin aprender ni adquirir la habilidad práctica que el pueblo exigía.

Para lograr en menos tiempo y con menor esfuerzo las condiciones exigidas, tenían que acudir a centros donde a toda hora hubiese enfermos de todas clases, operaciones.,. explicaciones, es decir, acudían a los puntos donde estaban los grandes hospitales, en las ciudades más populosas, donde la natural competencia atraía a los médicos más famosos. Es decir, que para ahorrar tiempo, dinero y esfuerzos, acudían al establecimiento de más fama y a los maestros de más renombre. Era preferible sufrir las molestias de largos viajes por mar y tierra, y acabar en tres o cuatro años, que no ir detrás de un ruin médico, que apenas ofreciese ocasión de prácticas necesarias para que el alumno adquirie se expedición en su ejercicio, o que no supiera enterarle pronto de las razones que le guiaban, o los métodos que seguía, en la profesión de su arte.

Teniendo que pagar el alumno de su propio bolsillo la enseñanza, trataba de esforzarse en el trabajo, para sacar el mayor partido posible en el menor tiempo; por eso no dejaba a sol ni a sombra a sus profesores, y en vez de faltar a clase, tomaba precauciones, a fin de terminar la carrera con los menos gastos posibles, para que el maestro no tuviera vacación.

Y lo que se dice de la medicina, hágase extensivo por idénticas razones a la carrera de derecho, etc.
Por ese motivo, a pesar de lo difícil de las comunicaciones, acudían de todos los pueblos civilizados a Atenas, Roma, Alejandría, Constantinopla, Bagdad, Córdoba, París, Bolonia, etc., y cotizábase muy alto el valor de los maestros y el de los establecimientos donde, con más eficaces métodos, se lograba más fácil, mejor y más rápido aprendizaje.

Después de instituidos oficialmente los exámenes, teniendo como ahora idéntica autoridad todos los establecimientos de la misma clase para conceder los grados, todos son iguales en ese respecto: lo mismo sirve una licenciatura obtenida en Santiago que en Barcelona, en Oviedo que en Granada; el valor del claustro no entra en consideración; por buena que sea la universidad, no cuenta sino con los estudiantes de su distrito, poco más o menos. Con ello las universidades no tienen el estímulo de la noble emulación, de la generosa competencia; al revés, para a traer a estudiantes existe un medio más seguro: abrir la manga; que haya catedráticos de gran condescendencia; a esos acuden en peregrinación o romería de los puntos más distantes. Si en un establecimiento hay dos catedráticos de igual asignatura, como ocurre en algunas facultades, la cátedra del benigno, se puebla, se llena y rebosa; en la del que es algo exigente, pueden hilar muy tranquilas y en silencio las arañas.

En vez de esfuerzo seguido para el estudio, como en antiguos tiempos sucedía, se toman violentamente vacaciones escandalosas, sin la excusa antigua de los largos viajes; y la generalidad mide y calcula el tiempo necesario para estudiar, por manualetes e infernales apuntes, de memoria, y pegada con alfileres, la materia que, según el talento y ambición, considera precisa, dados también el carácter y exigencias del profesor.

He aquí cómo, obedeciendo a la misma ley, se producen efectos que a primera vista parecen contradictorios. El artificio del examen ha hecho tomar dirección extraviada y pésima a la enseñanza.

Estos malos efectos los reconocen prácticamente, con su conducta, los profesores y el poder público, con el mero hecho de tratar de remediarlos; mas como han desconocido su causa, y han ido a tientas por la oscuridad, sin saber lo que se hacían, han sufrido alucinaciones, creyendo haber encontrado un artificio que los corrija.

¿Y cuál es el remedio para curar esos males? El mismo ingrediente que los produce: similia similibus curantur, han dicho; y, como los homeópatas, emplean el examen como arma de disciplina: que los chicos no asisten, pues se les priva de examen; que faltan al orden, se les priva de examen, etc.

Esto ha hecho cambiar la naturaleza del mismo examen: en vez de ser lisa y llanamente una prueba del saber, se le utiliza como arma de castigo.

De manera que tenemos: 1.º el examen, como prueba, trastornó la dirección sana y normal de la enseñanza en las escuelas; 2.º, el propio examen, al ser utilizado como arma de castigo, ha dejado de ser lo que primitivamente fue.

Veamos ahora las consecuencias naturales de este doble artificio.

La más evidente y grave es la de haber añadido a la cualidad y oficio de maestro, la cualidad y oficio de magistrado; y como ambas son antagónicas en un mismo sujeto y braman de verse juntas, y sobrepuja ésta última a la primera, hase venido a desencajar el natural asiento de la autoridad del profesor, trastornándose las naturales relaciones de maestros y discípulos, y haciéndose muy difícil la enseñanza, e imposible la buena enseñanza.

He aquí, en resumidas palabras, las cosas que hace el magistrado, las cuales imposibilitan la tarea del maestro:

1.º El maestro tiene por oficio el enseñar, y éste no se cumple sin que se verifique el acto de aprender; para esto, la primera condición es que el maestro conozca al alumno, que le trate con intimidad y comunique con él; que éste le descubra con entera confianza todas sus debilidades intelectuales, todo lo que ignora, como al médico debe descubrirle el enfermo sus achaques: pero el magistrado tira a evitar toda familiaridad, porque «desde lejos es mayor la reverencia».

2.º El maestro debe enseñar muy claro, ponerlo todo al alcance del alumno, y ha de dar completos los estudios para que se patentice que la ciencia es un organismo; el magistrado busca, no la forma más clara, sino la más aparatosa, la que excite más la admiración y el respeto, aunque tenga que lograrla con oscuridades de estilo y dificultades de método, aunque quede por explicar la mitad de la asignatura o las dos terceras partes.

3.º El buen maestro debe dar ejemplo de humildad científica, tener la modestia del sabio, debe dejar traslucir un más allá, que estimule al alumno a proseguir las investigaciones; el magistrado siente tendencia· a parecer omnisciente, se inclina al dogmatismo y hasta quisiera aparecer infalible: para ello tiene en su mano el anatema por sanción.

4.º El maestro debe cuidar de que el estudio se haga placentero y agradable; debe atraerse la voluntad del discípulo por artes pedagógicas, debe conocer muy bien la psicología (y no esa psicología sublime que trata únicamente de la simplicidad e inmortalidad del alma, etc., sino esa psicología más modesta y útil, que puede llamarse aplicada o experimental); el magistrado puede dispensarse de todos esos menesteres, porque puede sujetar la voluntad o la atención por el miedo del castigo.

5.º El discípulo es de creer que tenga en todas las escuelas algún derecho, porque para él están instituidas; sus apetitos mentales deben ser satisfechos, su gusto consultado: el profesor con ello encontraría algún obstáculo, cuando le ocurriera algún capricho; el magistrado no da ningún derecho, se los arroga todos; no atiende a apetitos, ni consulta: su dignidad y oficio se creerían por ello rebajados y ofendidos.

Examinemos separadamente cada uno de estos casos.

1.º Que la familiaridad necesaria entre maestro y discípulo, no sólo no se la fomenta, sino que ni siquiera se la reconoce, considerándose el alejamiento y la distancia como indispensables para la dignidad del profesor (por lo cual éste casi siempre tira hacia atrás), puede evidenciarse asistiendo un día a cualquier aula. Aquello no parece clase; más bien sala de audiencia; entra el magistrado con su toga y su birrete y se sienta solemnemente en alto sitial; la primera operación es pasar lista; no para enterarse de los que faltan, para luego instruirles acerca de la materia que se ha dado, sino como acto de policía, para castigar la ausencia.

Vienen después las preguntas, no tanto para ver si las explicaciones se han entendido, y corregirse el catedrático, cuanto para ir instruyendo el sumario de cada uno para el día del juicio.

Luego, en vez de buscar las vías de acceso a las inteligencias varias, de atender a las diversas circunstancias intelectuales, para lo cual son precisos procedimientos diversos y diverso tratamiento, se somete a todo el mundo a una pauta común, como si en la clase hubiera uniformidad intelectual y moral: lo mismo para tontos que para listos. Y no puede menos de ser así: en el apartamiento es imposible la diversificación; por eso casi todos tienden al procedimiento de largar un discurso, sembrando la ciencia a voleo: qui potest capere, capiat. Sólo de esta manera es posible una clase donde estudien química mil alumnos, cual ocurre en la universidad de Madrid.

Así no es posible dar a unos poco; a otros, mucho: a todos igual, aunque a casi todos se indigeste.
De este modo no enseñamos a trabajar, ni siquiera a estudiar: enseñamos únicamente a exponer en un escaparate los géneros fabricados, sin informar a los alumnos de cómo se fabrican, y ocultando a veces de dónde proceden, para tener más segura la autoridad.

Y lo peor es que no podemos hacer otra cosa; porque si el profesor, creyendo necesario familiarizarse con los estudiantes, trata de olvidar que es magistrado, de poco le sirve, puesto que los estudiantes no se prestan, porque no pueden olvidar nunca que el maestro es magistrado. Si se acercan, la mayoría lo hacen para estar bien enterados de todas sus debilidades, y quizá engañarle o burlarse de él.

El alumno, en vez de acercarse al maestro y confiarse a él sinceramente, tira también hacia atrás, porque teme al magistrado: no le conviene descubrir a éste que no sabe; porque una de dos: o deja de saberlo por falta de inteligencia o de aplicación, o por que el maestro no ha atinado a dejarse comprender. En ninguno de ambos casos le conviene descubrirse: en el primero, por miedo a que el maestro forme idea mala de sus aptitudes, y le suspenda; en el segundo, por miedo a ofender la dignidad del magistrado. Así, en vez de franqueza y sinceridad, cunde, hasta en las escuelas superiores, la mentira y la hipocresía. Fingen los alumnos entenderlo todo, sin entender a veces una palabra, se apuntan unos a otros, inventan mil ardides para ocultar debilidades, llenan de notas los puños de la manga, leen cautelosamente esquivándose del catedrático, etc. En una palabra: son bastantes las clases que podrían presentarse por modelos de escuela de supercherías.

Entre tanto el estudiante que con voluntad estudia, y tal vez, sin los temores, lo preguntaría todo y pediría aclaraciones, sigue al común de la clase; se reserva, y busca, tal vez inútilmente, salir de dudas en los libros, para suplir la falta de comunicación con el profesor, y va perdiendo, con la soledad y el aislamiento científicos, la inclinación a los dulces placeres de la inteligencia, y cae en la confusión, primero, y en la pereza, después.

2.º El maestro debiera explicar claro todo completo y pensando bien lo que dice; al magistrado no le gustan sujeciones.

La pedantería, enfermedad que nos achacan a los maestros, desde los tiempos protohistóricos, está exacerbada por la cualidad de magistrados. Por ella solemos desdeñar los principios más elementales y más útiles suponiéndolos sabidos, o pasando rápidamente sobre ellos; preferimos las materias más intrincadas, las oscuridades, las sutilezas: escollo de catedráticos de todos los tiempos, reconocido por todo el mundo.

El común de los hombres admiran lo que no entienden, y suelen menospreciar lo más claro y más sencillo. Por eso vemos esa tendencia al rebuscamiento de frases, a darse tono de gran señor del entendimiento, que, con espíritu aristocrático y feudal, no se abaja a tratar con la gente más plebeya. En vez de la sencillez clásica, el churriguerismo del concepto hondo y de la frase hinchada: así adquirimos pronta fama de ingeniosos y profundos.

A unos la vanidad nos da por improvisar y repentizar todos los días, y nos creemos oradores, no advirtiendo la terrible incorrección, el desorden y la oscuridad con que mutilamos las materias científicas tratadas. A otros nos da por aparecer valientes campeones de una idea, y convertimos el aula en un campo de Agramante, donde luchan todas las sectas filosóficas, religiosas o políticas; en vez de estar tranquilamente trabajando en ese taller de la ciencia, en ese laboratorio donde toda alteración estorba las pacíficas, serenas y desapasionadas tareas. Algunos no se convencen de que el disputar de esa manera con los enemigos, no es proeza grande, ni donosa valentía: allí es muy fácil meter a los contrincantes en la peor postura, para derribarlos a los primeros empujones.

A otros nos da por la erudición, al relleno de citas y de textos excepcionales y raros, y estimamos más reunir definiciones sin número de la asignatura, que el analizar lógicamente la mejor definición, si es que se ha podido llegar a definirla bien.

La pedantería no sólo está en las aulas, sino que nos acompaña en la sociedad, ante la cual nos presentamos graves, con sombrero de copa, etc., etc.

El maestro por ninguna causa debiera dejar incompleto y desencadenado el estudio: la ciencia es un organismo cuya marcha regular es imposible, si falta una sola rueda. El magistrado no se preocupa a veces de si se pierde el enlace: si viene alguna falta de asistencia, da por explicadas las lecciones; y continúa el curso tan campante, cual si nada hubiera sucedido.

El alumno sufre las consecuencias: sin estar bien firme en lo elemental, fáltale la base en sus conocimientos; funda en el aire la construcción científica; y es recriminado en todas las clases donde los maestros notan la escasa preparación que trae para que fructifiquen las materias que van a explicarle. Por supuesto, achacan a los anteriores toda la culpa, y nadie quiere descender a enseñar esas verdades primeras.

El alumno no se atreve a decir que los catedráticos tienen la culpa, por haberle aprobado; pues considera como insigne beneficio y gran favor la aprobación injustamente lograda. Calla y se arbitra para pasar de nuevo, adquiriendo el hábito de repetir, cual si fuese un papagayo, lo que no entiende: todo menos confesar que los conocimientos que recibe entran vagabundos y solitarios en su cabeza, donde se pierden, como en laberinto, por la confusión que la falta de enlace y armonía de las enseñanzas vienen a producirle.

Acostúmbrase a lo campanudo, a lo retórico, a la disputa, a la improvisación, a tener sus conocimientos sin organizar, a retazos : todo lo admite como ciencia, que después explica empleando términos abstractos y raros tecnicismos, donde se notan más difícilmente los errores y sofismas, huyendo de la transparencia del lenguaje, que descubriría sus flaquezas. No piensa que si el hablar, no es para hablar claro, lo mismo vale un retórico discurso que el mugir de los toros o el graznar de los cuervos.

3.º El magistrado no tiende a la modestia científica.

En la mayor parte de los hombres en quienes vive la afición a los estudios, se mantiene ésta por el estímulo noble de investigar algo nuevo, de dar un avance en el progreso intelectual. Ese estímulo se apaga, o se amortigua, cuando se le hace creer que todo está resuelto ya, averiguado y sabido. El maestro debiera estar continuamente manteniendo esa curiosidad científica en el discípulo, y animarle; decirle que puede ir más allá de lo que él sabe. El magistrado, sin embargo, se entremete y desbarata, como una debilidad, esa función, esa modestia científica: el magistrado debe ser omnisciente; tenerlo todo sabido y resuelto; en vez de razonar y discutir, es más fácil decidir las cuestiones como dogmas, usando de esa autoridad infalible que la sanción de los exámenes pone en su mano. El uso sólo de esa autoridad es ya un abuso opuesto enteramente a todo método científico.

Algunas veces el magistrado siente vivas tentaciones de enseñar menos de lo que enseñaría el maestro, para que la distancia no se amengüe demasiado y le igualen sus discípulos, y pierda su autoridad.

Es muy frecuente el que no se satisfaga con ningún libro, aunque todo su saber lo deba en mucha parte a los que corren por el mundo repetidamente impresos. El magistrado rehuye el exponerse a la crítica de sus obras, y deja que su enseñanza la recojan sus discípulos al oído, en cuartillas manuscritas, privando a la restante humanidad del fruto de su gran sabiduría.

El alumno en vez de sentirse movido a gozar de los placeres intelectuales, pierde la curiosidad científica, vese anonadado, incapaz de hacer nada bueno por la ciencia; cánsase, desmaya ante las dificultades que le estorban; no razona ni somete a propia crítica las doctrinas del maestro; repite en el mismo tono autoritario los razonamientos, si se los han expuesto; y pierde, en fin, en aquellos infernales apuntes, la buena forma de letra que aprendió cuando muchacho, el estilo que entonces comenzaría a educarse, la escasa lógica que le enseñaron y el tiempo precioso de su juventud, todo junto; porque en vez de una aglomeración armónica de las materias, danzan en su mente las frases inconexas, incorrectas, que copió de prisa y mal; pero con las cuales puede adular al magistrado, el cual se complace en oír aquella repetición mecánica de la forma personal que dio a sus ideas.

4.º Atrae poco el magistrado.

Cuando se tiene a la mano un medio fácil y expedito para estimular a la obediencia y al trabajo, es natural que vengan tentaciones de utilizarle preferentemente a cualquier otro que sea más pesado y más difícil. El maestro, si no tuviera la autoridad del magistrado, veríase constreñido a aligerar y facilitar la tarea del alumno, procuraría atraérselo amablemente, haría esfuerzos por tener la clase cómoda, etc., y hasta disimularía alguna vez su disgusto o su cólera, con apariencias cariñosas y atractivas, por lo menos para no desacreditar su escuela.

El magistrado se dispensa de todos esos rodeos; y si es preciso forja una jurisprudencia que derogue las leyes naturales, porque está en sus atribuciones de justicia: la asistencia a clase, que es un derecho del alumno, y sólo un derecho, pues para disfrutarlo paga, se trueca en manos del magistrado en deber exigible casi a la fuerza, y cuya sanción en muchas ocasiones suele ser el propio examen.

Justicia inmoral, no sólo por tergiversada, sino por muy severa; pues bastante pérdida se sigue de no utilizar el beneficio de la ciencia, no recibir la instrucción, que asistiendo pudiera obtener el que la paga.

El efecto que esta conducta del magistrado suele producir, es la repulsión a la vida del trabajo, que le imponen al alumno como un deber o como un castigo; ve en el maestro no un padre cariñoso, sino un padrastro que siempre le está amenazando con su cólera. Siente aversión a la clase, como a un suplicio, y trata de sacudir el yugo que le ata, buscando salir por cualquier puerta, hasta la que conduce a la rebelión y a la indisciplina.

La tirantez de relaciones está agravada por la tendencia natural al abuso de la excesiva autoridad que tiene el magistrado, al verse dueño de un poder social inapelable, sin ninguna limitación por los derechos naturales del alumno, aunque para el servicio de éste fue instituido y para él ha sido pagado.

Aquí comienza a verse en el problema estudiado una fase, de la cual no quisiera tratar, porque me repugna, es a saber, la de las inmoralidades que en el examen se cobijan: los exámenes son tentación continua de venalidad para el juez.

Al maestro, siendo sólo maestro, apenas se le ofrecen ocasiones para ser venal. Las dádivas, los regalos al maestro son muy lícitos y admisibles; pero la cualidad de juez convierte en inmorales casi todos los regalos. Estos, que serían excelente estímulo para el maestro, prueba de cariño del alumno, satisfacción noble y altísima para ambos, se convierten en inmorales: el juez no debe recibir regalos, grandes ni pequeños, ni aun con buena intención y contando con selvática independencia. La buena fama, no depende de nuestra propia virtud, depende de la opinión que los demás pueden formar. Y la buena fama la necesita el maestro como medio de autoridad moral.

Los exámenes han traído la inmoralidad a la enseñanza en todo tiempo y país. La universidad de Alcalá decía al rey en 1734, Señor: los grados se compran porque se venden.

La venta de las notas del examen se hace en varias formas.

1.ª A tanto la nota en dinero contante y sonante poco antes de entrar. Con más o menos frecuencia en unos o en otros sitios, se ha hecho en todo tiempo.

2.ª Pago de repasos de asignaturas a tanto por mes, o a tanto alzado por toda la preparación. Se hace unas veces directamente, otras por segundas personas. La ley reconoce el hecho al consignar su prohibición, y la historia prueba que no es previsión recelosa infundada.

3.ª Admitiendo regalitos en días determinados; unas veces inocentemente, otras, sin inocencia.

4.ª Mediante laxitud o blandura en las calificaciones. Ya trataremos luego de esta forma indirecta de venalidad, verdadera epidemia que, de bastantes siglos a esta parte, produce horrorosos estragos en la enseñanza.

Y 5.ª Por medio de los libros de texto, que es una de las más disimuladas formas que presenta la venalidad; y por ser disimulada, suele ser muy general; y por ser muy general, causa efectos muy graves. La cualidad de magistrado pone al maestro entre la espada y la pared: si éste recomienda la compra de algún libro, se expone a que nazcan dudas respecto a su moralidad; si no la recomienda, es fácil caer en el detestable sistema de los apuntes.

Las peores consecuencias que la enseñanza sufre con los libros de texto no son, a mi juicio, las que de ordinario se indican: no están en el problema de inmoralidad que encierran, con ser bastante grave y repulsivo; si no en algo más hondo que se escapa a primera vista, y consiste en haber desterrado de todos los centros de enseñanza a los grandes autores, en cuyas obras debiera amamantarse la humanidad entera, en aquellas que se escribieron para enseñar, y no para dar contestación a las preguntas de los programas de examen. Los grandes maestros han sido suplantados por medianías, que escriben los libros un poco más gordos de lo que la necesidad reclama, un poquito más caros, no muy lujosamente impresos, trabajados de prisa, exentos de orden lógico, y muchas veces sin belleza, ni arte, ni claridad: a propósito para estragar el gusto de los que estudian, los cuales, después de utilizarlos, los arrojan a montones en los baratillos, quedándose con las ganas de no leer un libro en toda su vida. Esta es la que yo considero mayor desgracia, que no el hecho de sacar unas cuantas pesetas, porque siempre serán bastante escasos los que se dediquen al ruinoso comercio de malbaratar por unas cuantas monedas la reputación y la honra.

No desciendo a pormenores, porque no he venido a denunciar inmoralidades, sino a tratar de exponer con algún orden los hechos observados y de explicarlos por lo que yo considero sus verdaderas causas.

He de añadir, sin embargo, que los remedios que a estas horas se intentan para curar los más aparentes males que producen los libros de texto, no sólo son inútiles, sino contraproducentes. Figúranse algunos legisladores que con negar a los catedráticos el derecho de imponer, como libros de estudio, los que estimen más convenientes, y concentrar estas atribuciones en un consejo de Madrid, v. gr:, el Consejo de Instrucción pública, o cosa semejante, ya está todo arreglado. ¡Infelices! no evitarán la venalidad de los malos y matarán los estímulos de los buenos.

Se dará programa único, se aceptarán ciertos libros venidos de allá arriba, etc.; la enfermedad de las extremidades se trasladará a la médula espinal: no se verán tantas llagas en las manos ni en los pies, mas la corrupción se meterá en la cabeza y en las entrañas. El sistema se ha ensayado otras veces, y no ha dado los resultados apetecidos. De aquí diez o doce años, cuando se noten los efectos de las medidas que ahora se imaginan buenas, volveremos otra vez a proclamar, como mejor, el sistema que ahora abandonamos.

¡Y así se tiene establecida la rotación de noria, que se observa en la enseñanza! Con venzámonos de que, si no se quita la causa, el efecto necesariamente se ha de producir: variaráse el lugar de residencia de la enfermedad, pero la enfermedad no ha de desaparecer.

Esto, en mi concepto, no puede arreglarse, sino desposeyendo al maestro de la cualidad de inmune y inapelable que le da la magistratura, con lo cual se priva de todos los derechos al que los debiera tener casi todos, es decir, a los alumnos o a sus padres; pues para los discípulos es el maestro y nada más. Entonces no vendría el magistrado a enseñar lo que le diese la gana, dejando incompletos todos los estudios; no lo haría a su capricho personal, sembrando la ciencia a voleo, sin métodos pedagógicos, ni siquiera el socrático; consultaría el gusto de quien le paga, etc., etc.

El maestro, por su cualidad de maestro, no tiene esos pujos de dignidad que ostenta vanidosamente la omnipotencia del magistrado, el cual cree rebajarse, si permite que hagan con él lo que está permitido hacer con un ministro de la corona, la sala de una audiencia, un arzobispo, sin mengua de esas altas dignidades.

De otro modo resulta que las instituciones de enseñanza menos parecen hechas para beneficio del alumno, que para satisfacción y bienestar de los profesores.

Vemos, pues, que los exámenes producen algunas maléficas influencias en la enseñanza.

¿Qué cosas buenas tendrán? podría preguntarse. ¿Poseerán acaso tamañas virtudes intrínsecas que puedan compensar esos gravísimos efectos?

La desdicha es que, bien mirados los exámenes, no sólo son ineficaces para empleados como medio de disciplina, según mañana explicaremos, sino que ni siquiera sirven para el intento del que los inventó.

Puede aun explicarse el que un hombre obcecado por la pasión entregue su alma al diablo, para poseer una rara y extraordinaria hermosura; pero ir al infierno por una vieja horrible, mellada, coja, tuerta y hedionda, tiene maldita la gracia.

En pocas palabras se comprenderá para qué han servido los exámenes. Los inventores, al fraguar en su cabeza este peregrino invento, apoyáronse en dos supuestos falsos:

1.º En el de la posibilidad de averiguar en un ratito de conversación, lo que no se averigua, sino con mucha lentitud y parsimonia, observando con mucho cuidado no sólo las palabras, sino las obras repetidas del individuo que ha de examinarse.

2.º En el de la inmovilidad y constancia del carácter del hombre.

Hemos dicho que se instituyeron para evitar que personas imperitas ejerciesen la profesión de médico. Para probar las aptitudes iban a hablar un rato con el médico de cámara y, después de esa conversación, si éste quedaba satisfecho, se expedía la real licencia.

El examen resultaba incompleto: 1.º por que una gran parte de lo que debía someterse a prueba no se investigaba, v. gr., la moralidad del individuo. Éste podía ser un malvado, un granuja, uno que en vez de curar se dedicara a componer venenos y a propinarlos, cosa no infrecuente en aquellas edades y otras posteriores. Y eso no se averigua en un ratito de conversación.

2.º Aun en la parte científica, no se probaba la habilidad práctica de curar, ni siquiera la discreción clínica, aplicada a los casos particulares; porque se puede hablar de medicina y no saber en realidad ejercerla; cabe repetir cosas generales y ser inútil delante de un enfermo; cabe simular el saber, repitiendo de memoria un manualete de medicina general, y ser concedida la licencia al que se examina, sin haber éste siquiera pulsado un enfermo, ni probado la eficacia de ningún medicamento: ni aun entender las palabras pronunciadas cuando se examinó. Además no es posible preguntar de todo, sino de parte de lo necesario.

De manera que resultaba meramente oral, y por tanto incompleto, y por tanto no sólo deficiente para probar el saber, sino para averiguar otras prendas de carácter necesarias para el regular desempeño de esta delicada profesión.

Supuesto que el juez no fuera venal, ni débil; suponiendo que fuera muy entendido, que quisiera examinar bien, preguntando lo más importante de la medicina; que fuese recto y pesara con balanza finísima; supuesto que el examinado pudiese probar entonces que sabía todas las materias objeto de las preguntas; supuesto que todo esto fuera cumplido (y sólo es una suposición gratuita), aún no es seguro que aquel individuo examinado sepa ya durante toda su vida, lo mismo que supo el día que le dieron la licencia. Y, sin embargo, por ella se certificaba que durante toda su vida había de ser hombre sabio; es decir, se daba por supuesta la inmovilidad de la inteligencia humana.

Si después no estudia y se le olvida; si luego, la natural decadencia o la vejez le vuelve imbécil o tonto, etc.; con eso no hay que contar: el examen da por supuesta la eterna juventud de las facultades intelectuales. Sin mirar que cuando uno se examina suele ser en aquella edad en que más cambios deben esperarse: el que era santo, acaba a veces en canalla; y el calavera se torna santo, o juicioso y trabajador.

Y hemos dicho que aquello de la balanza finísima, etc., es una suposición gratuita, porque históricamente consta que los examinadores siempre han tenido sus debilidades. Para ponerlo en evidencia contaré, porque es curioso y sugestivo, el primer examen del que se conserva memoria. Voy a traducir, sin añadidos de mi parte, lo que narra un distinguidísimo historiador, médico que vivía en el siglo XIII, el cual a su vez traslada la narración de un coetáneo del examinador mismo. Sucedía esto a principios del siglo X.

«Estaban reunidos en casa del médico mayor de palacio, los aspirantes a la licencia, para someterse a la conversación que se exigía como examen.

»Entre la multitud encontrábase un anciano de aspecto venerable, que permanecía muy tranquilo, sin decir una palabra. Este anciano tenía alguna práctica en el arte de curar; pero apenas poseía más que un barniz superficial y aparente de las generalidades teóricas de la medicina.

»El médico mayor, al tocar el turno de su conversación con aquel anciano, le dijo: ―¿Cómo es que siendo V. de tan avanzada y respetable edad (por lo cual es de suponer que sea V. entendido) nada nos ha dicho de estas cuestiones que estamos tratando, a fin de que yo pueda convencerme de que V. está enterado de nuestro arte?

»El anciano contestó:―Señor mío, de todo lo que han tratado ustedes estoy muy enterado; y aun de mucho más; y hace mucho tiempo.

»―¿Con quién estudió V. medicina?

»―Señor mío, a un hombre de mi edad, no se le debe preguntar acerca de esas cosas, sino ¿cuántos discípulos ha tenido? y ¿cuántos de entre ellos han llegado a ser médicos famosos? De mis maestros no puedo decir, sino que hace mucho tiempo que murieron.

»―Lo creo, es natural, contestó el examinador; pero no se seguiría ningún daño de que V. los recordara; pues ¿qué mal podría resultar de que V. nos los citase?... ¿Haría V. el favor de decirme qué libros de medicina ha estudiado V.?

»El examinador intentaba, por medio de estas preguntas, cerciorarse de si aquel anciano sabía alguna cosilla; pero el anciano contestó:

»―¡Dios mío, a qué extremo hemos llegado! Se me pregunta lo que sólo debe preguntarse a los chicos de la escuela; ¿qué libros he estudiado? A un hombre como yo debe preguntársele qué obras ha compuesto, qué libros ha escrito acerca del arte de la medicina. Será preciso que yo se lo patentice a V. bien claramente.

»Al decir esto, levantóse, dirigiéndose a donde estaba el médico mayor, sentóse a su lado y le dijo en voz baja:

»―Por Dios, señor mío, yo ya soy viejo; todo el mundo me tiene por médico; bien que es verdad que de medicina no sé más que el tecnicismo vulgar de la terapéutica; pero toda mi vida me he ganado el sustento con ella; tengo familia; por Dios, señor mío, no me ponga V. en evidencia delante de todos.

»―Bueno, contestó el examinador, le daré a V. la licencia; pero con una condición, y es que no se precipite V. temerariamente; no haga V. tomar a los enfermos, sino aquello que no les pueda producir ningún daño; sobre todo no recete V. sangría, ni purga, sino a aquellos enfermos que evidentemente puedan sufrirla.

»―Sí señor, sí señor, dijo el anciano, desde que me metí en estos negocios de jarabes y julepes, siempre he sido yo de esa opinión.

»Dicho esto, el médico real dijo, levantando la voz y haciéndose oír de todos los circunstantes:

»―¡Oh anciano!, dispénseme V.; antes no tenía el gusto de conocerle; ahora ya le conozco. Puede V. continuar ejerciendo su arte, sin que nadie se le oponga ni le contraríe.

»El médico mayor siguió examinando a otros y ocurrióle preguntar a uno:―¿Con quién ha estudiado V. el arte de la medicina?

»Y el examinando contestó:―Soy discípulo de ese anciano médico que se acaba de examinar y que V. tanto conoce; con él estudié o leí el arte de la medicina.

»El examinador, que entendió la alusión, no pudo mantener la seriedad y se puso a reír».

En esto paró aquel examen.

Si éste, que es uno de los primeros que se celebraron, hace diez siglos, allá en muy lejanas tierras, entre hombres de distinta raza a la de nosotros, lo comparamos con los que todo el mundo recuerda, veráse que la forma ha cambiado, mas los defectos esenciales han sido siempre los mismos. Digo mal: cada vez son peores los exámenes, porque al pretender, en el transcurso de los siglos, corregir, como accidentales, ciertos esenciales defectos, los han complicado con algunos requisitos nuevos, tenidos como precauciones, que artificialmente los falsean, resultando ahora un conjunto de antinomias o contradicciones.

Estudiemos detenidamente esos requisitos.

La publicidad. Este es un requisito perjudicial para el examen, y que está en contradicción con las facultades concedidas a los jueces.

Vayamos por partes.

Para que el examen resultara bien hecho, la primera condición debía ser la de que se llevase a efecto en tal forma, que la persona examinada no se enterase siquiera de que la estaban examinando. La publicidad coloca en posición embarazosa y difícil a los examinandos que no son histriones o cómicos; saben que de ese momento depende su honor y su carrera; cualquiera caída les expone a notas infamantes, contra las cuales no se puede apelar. Se les examina en la peor situación que pueda escogerse, es decir, cuando sufren los efectos de una pasión deprimente como es la del miedo.

Hay quien niega que los exámenes produzcan miedo, a reserva, sin embargo, de emplearlo como amenaza o medio de disciplina. Otros hay que, si no niegan el hecho, encuentran saludable ese temor, comparándolo con el temor de Dios, principio de la sabiduría. Esto último me parecería profanación indecente del texto de la Escritura, si los que la hacen supieran lo que dicen. ¿Los catedráticos comparados con Dios? Esa vanidad nos faltaba.

El miedo es una enfermedad de mal género que producimos artificialmente; en vez de curarla, la agravamos propinándola como medicina. No quiero hacer retóricas acumulando aquí la lista de enfermedades físicas que puedan ser consecuencia del miedo: palpitaciones, hipertrofia del corazón, paraplejia, ataques epilépticos, calvicie, mudez etc.; morales, como la tristeza, nostalgia, melancolía, timidez, pusilanimidad y pereza; en lo intelectual son terribles sus efectos: disposición a admitir como buena cualquier doctrina, pérdida del dominio de sí mismo, necesario para discurrir; embaraza el espíritu; hace maquinal el trabajo; oscurece y turba las facultades; produce depresión y poca movilidad de espíritu, obsesión, idea fija; cosas contrarias a las que requieren las adquisiciones mentales que piden todas emociones gratas y placenteras.

Que el miedo al examen es verdadero, me parece innegable: todos lo hemos sufrido en mayor o menor grado, con la opresión y sofocación en los últimos días de curso y con la turbación del vientre (porque el miedo acelera la marcha digestiva); todos recordaréis las muchas anécdotas que se citan presentándole como excelente diurético y sudorífico.

Aparte bromas, el más escéptico puede notarlo viendo la actitud oficiosa, humilde y hasta cobarde que los alumnos presentan en los días que preceden al examen; el temblor nervioso que les domina al sentarse ante el tribunal: el programa les tiembla en las manos, tiembla a veces la voz y el labio inferior; algunos convulsos y llorosos, congestionada la cabeza y los ojos inyectados en sangre; y la inmensa mayoría, si no son todos, miran el gesto de los examinadores por si pueden atisbar qué cosas quieren que les digan, para decirlas; y hasta rectifican inmediatamente cualquier opinión, si vislumbran que no es grata a los jueces etc., etc. Esto, si el miedo no anuda la garganta, y se hace imposible el examen.

De todos modos, esa situación (que nosotros contribuimos a agravar, sin darnos cuenta de su efecto, tomando el examen como arma de disciplina) es la peor que se pudiera elegir.
Por parte del tribunal,la publicidad a menudo imposibilita la prueba. Ya es difícil, de repente y en un momento, comunicarse dos almas por medio de preguntas y respuestas: cualquier palabra equívoca, de doble sentido, de vaga significación; el no dejar traslucir la respuesta, etc., etc., hace que muchas veces a los cinco minutos aun no han comenzado a entenderse, si no es que pasan 15 y aún no se han entendido.

La publicidad embaraza al tribunal, por que hay que atender, no sólo al efecto de la manera de llevar el examen en el alumno que se examina, sino en el ánimo de los asistentes, del público: por no parecer los jueces parciales o severos, nos encerramos en actitud neutra, dudosa, indefinida, para que no sepan lo que pensamos ni lo que sentimos; actitud que imposibilita la franca comunicación, necesaria para el examen.

Y la publicidad se ha exigido como garantía contra el tribunal, para que éste no haga injusticias. ¿Y a ese tribunal lo hacen después inapelable?

Se le tiene por infalible y rectísimo, y todo son precauciones nacidas de la descon fianza. ¿Y no valdría más dejarnos en libertad para que examinásemos como quisiéramos y hacer nuestras decisiones apelables ante tribunal superior? Tampoco: no, aprobaríamos a troche y moche y nadie apelaría. Esta imposibilidad de remedio es efecto necesario de las antinomias antedichas. Aun hay otra antinomia más irracional.

Se da por supuesto que el tribunal es infalible, pues contra sus resoluciones no hay recurso (el recurso de examinarse de nuevo en otro tiempo del año, no es apelación; pues cambian las circunstancias de estudio,etc., y no cambia el tribunal); pero contra el decoro de los jueces se toma una precaución vergonzosísima (aunque el hábito nos haya hecho perder la vergüenza), y es, que las preguntas han de ser, no las que, a juicio del tribunal, sean necesarias, sino aquellas concernientes a la materia que unas bolas sacadas a la suerte han de señalar. ¿No es irracional y vergonzoso encomendarse a la fatalidad, en asuntos serios, hombres a quienes Dios hizo, a su imagen y semejanza, inteligentes, y la ley supone imparciales e infalibles? He aquí a donde lleva ese barroquismo artificial: queriendo evitar el daño en algún caso particular, se cae en otro peor general, que consiste en echar a suerte el examen, haciendo menos posible la prueba.

Las bolas ponen a catedráticos y alumnos en situación más ruin y más ridícula que la de los puntos de un garito o casa de juego: éstos echan a la suerte unas monedas; aquellos la honra y la reputación.

Después de todo, bien sabido es que, con bolas o sin bolas, podemos decidir lo que nos plazca; y la magistratura nuestra es tan independiente, que cada catedrático puede declararse en cantón, sin necesidad de ir acorde con los compañeros, ni aun con la misma cabeza de la universidad, cuyo papel hemos dejado reducido a presidir las oficinas que comunican con el gobierno, sin guardar entre nosotros esos lazos íntimos que integran una corporación.

Si el examen es malo por tenerse que hacer en malas condiciones por parte del alumno, y por ciertos requisitos legales que se exigen como garantía contra los jueces, tampoco es cosa buena por lo que se refiere a la formación del tribunal.

Se dice tribunal en los papeles; pero de ordinario, o en la mayoría de los casos, se defiere, por práctica casi constante en todos los establecimientos, al juicio del profesor de la asignatura, por suponerse que es el que conoce más a los alumnos y sabe más de la materia, y hasta para dar más eficacia a su autoridad en clase, para poder utilizar el miedo como enderezador de la disciplina. Resulta, por lo tanto, juez preponderante, y casi único, el profesor de la asignatura.
Veamos los inconvenientes graves que de esto se derivan.

Para juzgar es preciso no sólo conocer perfectamente el caso de que se trata, sino querer medir con escrúpulos todas las circunstancias; es decir, desapasionamiento e imparcialidad, espíritu estricto de justicia. Este es muy difícil que lo tenga el catedrático.

Algunos han considerado mal juez al profesor, porque es muy expuesto a que se incline a la severidad, aun no siendo muy quisquilloso: profesores y alumnos pasan muchas horas en contacto, en tareas algunas veces pesadas; son fáciles los roces, faltas de cortesía, etc., y sin darse cuenta, eso para en que se castigue a un mal educado, no con pena adecuada, sino con un suspenso al fin de curso. Al descortés, no es justo llamarle necio.

No digo que alguna vez no ocurra caso semejante: somos hombres y no estamos libres de flaquezas; pero puede afirmarse, sin temor de errar, que por cada ejemplo de injusticia por severidad, hay miles y miles de injusticias por laxitud; es decir, por aprobar alumnos que no lo merecen.

No es, no, la severidad la que suele echar a perder los exámenes, es la extremada laxitud la que reduce a un valor de cero el escasísimo que tienen como prueba del saber.

La blandura ha sido compañera inseparable de los exámenes teóricos.

El profesor suele ser de la región en que está enclavado el establecimiento de enseñanza; allí tiene su familia, sus amistades personales, sus relaciones sociales y políticas, con las que no ha de estar continuamente en lucha; al contrario, ha de gustarle, como a todo el mundo, adquirir simpatías, las cuales, en el régimen actual de enseñanza, no se adquieren con severidades, ni haciendo estudiar mucho y trabajar, sino concediendo lo que piden: y lo que piden la generalidad es el que les aprueben, con el menor estudio posible. Ese aprobado es favor que se agradece; en aprobar al que lo merezca, no hay gracia: eso no es motivo de gratitud.

Además, y esto es lo más grave, el catedrático, al calificar a sus discípulos, califica su propia obra, su enseñanza, y más ha de inclinarse a juzgarla eficaz, que no a creerla inútil; por eso ocurren de vez en cuando, diluvios e inundaciones de sobresalientes y notables: ¡claro! la gente ha de decir, si tiene fe en las notas de examen: «todos los que sacan buenas notas es porque saben y las merecen; si saben, es porque el maestro enseña mucho a todos; luego...» el maestro siente tentaciones de aprobar a todo el mundo.

Se considera el suspenso como nota infamante, como castigo: esto hace que, aunque el catedrático a los principios no pasara fácilmente por una injusticia muy palmaria, al fin acabe por rendirse a la conmiseración. Eso ya lo comprenden esos estudiantes veteranos y marrajos que entran impávidamente en los exámenes y saben que, aguantando la primera descarga de la fusilería, ya está medio pasado el peligro; tientan la suerte de las bolas, y si ésta sale mala, reciben resignados el suspenso. Después fingen temor o confusión y desgracias de familia, para enternecer al profesor de la asignatura; éste se compadece, el tribunal se ablanda y los aprueba, y así van saliendo poco a poco, hasta de la misma licenciatura y del doctorado.

Otra causa de laxitud ha sido el poco escrúpulo del poder público, que con frecuencia ha dispensado los mismos exámenes; los nobles, en la edad media, estaban exentos de esa formalidad para adquirir la licencia, y hasta no hace mucho hubo universidades que aun lo practicaban. Con cualquier pretexto se expedían dispensas: aun en este siglo, aquí en España, se han visto reales órdenes (allá por los tiempos de la primera guerra civil) en que se aprobaba a todo el que estuviese matriculado, sin necesidad de examen. Y yo mismo me he examinado en forma que es completamente ridícula: nos examinábamos en grupos de a diez, y si uno sólo de los diez contestaba a alguna de las preguntas, nos aprobaban a todos.

Otra causa de laxitud horrorosa en los exámenes está en haber sido considerados como materia fiscal y objeto de ganancia para el catedrático, para el establecimiento o para el estado. La universidad tiene interés en no verse despoblada: efecto que se seguiría del rigor inusitado en los exámenes. Y contribuye poderosamente a que esta causa sea más grave, la creencia (por desgracia bien fundada) en que los gobiernos no clasifican los establecimientos por la naturaleza de la mercancía que éstos despachan, sino por la abundancia del género que producen, considerando tanto más importantes los centros, cuanto más concurridos se hallan: a la escuela no se la juzga por su valer intrínseco, sino quizá por las consecuencias que produce la relajación en los exámenes, por la aglomeración de gentes.

En todo tiempo se han disputado por ese medio a las alumnos las universidades, con más o menos descaro, sobre todo en épocas en que eran autónomas.

Leeré un párrafo del insigne filósofo español, Luis Vives, excelente observador que conocía muy bien a las universidades: era catedrático de la universidad de Lovaina. Al hablar en su obra De causis corruptarum artium, de lo que daban los estudiantes o graduandos por los grados, dice (Libro I cap. X):

«Pero como la escuela tenía alguna vez necesidad de dinero para gastos inevitables, v. gr., pagar empleados, conservar el edificio, limpiarlo, etc., impúsose cierta cantidad a los que pretendían graduarse; en un principio, fue módica, es decir, la estrictamente necesaria para dichos gastos; pero, luego, llegó a pedir los grados un indigno, y lo que por su erudición y su talento no podía conseguir, intentó alcanzarlo corrompiendo a los que le habían de graduar; otro pretendía lo mismo por favor; otro por pro mesas; quien, por dinero contante.

»Una vez que aquellos varones santos e incorruptos hubieron gustado la dulzura de la ganancia, extinguió en ellos esta sensación todo otro sentimiento; y así fijaron cuotas determinadas de las que, una parte cedía en provecho de la escuela y sus empleados, otra parte para los maestros y rectores de las mismas.

»Y a la verdad que en esto no consideraron cuán grande ruina y calamidad lanzaban sobre las letras, artes, ciencias, y sobre todo el mundo que por ellas se gobierna y rije, admitiendo sin distinción a cualquiera a los grados: pudo más en ellos la consideración de aquella pequeña individual ganancia, que la de un tan grande mal público inferido a toda la sociedad.

»De esta manera vino a ser cuestión de dinero la regencia en las universidades: se compró, como cualquier otra mercancía, con el fin de revenderla quien la había comprado: se la buscó por precio, por intrigas o sobornos; y para que nada faltase en esto, de indignidad y deshonra, se la buscó por la fuerza de las armas.

»Quien la conseguía, claro es que obraba conforme al fin para el cual la había buscado, es decir, que no negaba cargo, honor, ni dignidad alguna, a todo aquel que se lo pagase. Sin embargo, a fin de que todo el mundo supiera el precio ordinario de cada dignidad, establecióse una cantidad determinada, como mínimun del que no era lícito descender, aun cuando pudiera recibirse una mayor; fijóse también el tiempo de estudio y personas que habían de examinar.

»Desafío a que me señalen uno solo, desde hace doscientos años, que, habiendo asistido a las universidades el tiempo determinado, y satisfecho la cuota establecida, se le hayan negado los grados, fuesen cualesquiera su edad, condición, talento, instrucción y costumbres. Si alguien duda, dirija su vista por toda Francia y verá multitud de zapateros remendones, mondongueros, pinches de cocina, carreteros, pilletes de puerto, artesanos, y, aun peor que esto, salteadores y ladrones, que son maestros o bachilleres en artes; y no faltan en Alemania, ni tampoco en Italia; y si por acaso no los encontrase, búsquelos en Roma.»

La crítica del filósofo valenciano es acerba, durísima; pero los defectos señalados eran ciertos y reales: todos los historiadores coinciden y casi todos los testimonios lo certifican.

Hoy, si no merecemos la misma censura, porque el nivel moral de las universidades ha ganado, entre otras causas, por la pérdida de su autonomía (pérdida que evita la exagerada competencia de laxitud que mantuvieron las antiguas universidades) no estamos corregidos, ni lo estaremos nunca, de continuar así: las leyes se cumplen, lo mismo en lo físico que en lo moral: mientras estemos rodeados de estímulos que nos empujen a la blandura, es muy difícil que podamos sustraernos. Es una necedad pretender que las instituciones se conserven en esa situación ideal que supone una virtud de temple heroico en los individuos que las constituyan. La laxitud continuará, supuesto el modo ordinario de ser de casi todos los hombres. Ella y todas las otras circunstancias que acompañan al examen, hacen imposible que éstos sean prueba del saber: ella y otras condiciones del examen, imposibilitan también la disciplina en nuestros establecimientos. Y esto es lo que intentaremos explicar mañana, Dios mediante y vuestra cortés benevolencia.

HE DICHO.
Ilustración de Ever Meulen

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